El documental En el murmullo del viento, de Nina Wara Carrasco, se estrenó ayer sábado, a escala continental, a través de BoliviaTV y otras televisoras públicas. La cinta, realizada en el marco de la más reciente edición del programa DOCTV Latinoamérica, es una exploración personal de la música de los Jula Julas, que acompaña el ritual del Tinku en el Norte de Potosí, y de la infancia de la realizadora en esa región junto a sus padres.
Al DOCTV, programa de realización de documentales que aglutina a televisoras públicas de Latinoamérica, le debe nuestro audiovisual algunos de los filmes de no ficción más estimulantes del último tiempo. Se me vienen a la memoria ahora mismo Inal Mama, de Eduardo López, y Quinuera, de Ariel Soto. La más reciente edición de esta iniciativa, que permite el estreno de todos los documentales producidos en 19 canales televisivos de 17 países, tuvo por eje temático la música. El proyecto elegido por Bolivia fue En el murmullo del viento, dirigido por Nina Wara Carrasco y producido por Pedro Lijerón, ambos jóvenes cineastas fogueados en la realización de producciones ajenas. El documental, de poco menos de una hora y estrenado anoche por BoliviaTV y otras televisoras del continente, se presenta como una exploración personal de Carrasco a través de la música y el ritual místico que acompaña el Tinku nortepotosino, a los que se aproxima a partir de su memoria infantil y el recuerdo de sus padres, que vivieron en Llallagüita (una comunidad del Norte de Potosí) durante los primeros cinco años de vida de la directora.
Planteado en esos términos, En el murmullo del viento se expone a no pocos riesgos. Uno de ellos es el didactismo antropológico, que obliga a la directora a tener que explicar en off la ritualidad del Tinku, con todos sus símbolos, relatos e interpretaciones, para un público no meramente nacional, sino latinoamericano, que puede saber poco o nada de esa tradición que supo ser muy bien explotada en décadas pasadas por las industrias culturales (entre ellas, el mismo cine, que le ha dedicado más de dos largos nacionales), pero que más recientemente ha cedido a otros “exotismos” en boga. Otro riesgo nada menor es el imperativo periodístico, en virtud del cual la documentalista se esmera en otorgarle cierta relevancia pública a lo que va narrando. Y por si fuera poco, asoma, también, la tentación de la “estetización” de los paisajes, las gentes y los rituales que captura el filme.
No deja de llamar la atención el recurso al que apela la cineasta para vacunarse de esos riesgos: la memoria personal y familiar. Carrasco asume desde el inicio la voz en off para contar su historia y el porqué de su interés en el Tinku y la música de los Jula Julas que lo acompaña: nació y vivió su primera infancia en el Norte de Potosí, como hija de una boliviana y un mexicano fascinado con la cultura de esa región. Un cuarto de siglo después, vuelve a Llallagüita para cumplir su particular viaje de retorno a Ítaca, ese periplo al pasado que suele ser más amargo que dulce, porque la patria abandonada ya no existe más en el presente. Tampoco es la primera cinta boliviana que aborda este tránsito de vuelta, que está en la columna vertebral de nuestro canon cinematográfico, por obras como Vuelve Sebastiana, Yawar Mallku o La nación clandestina, aunque el enfoque de Carrasco está más próximo al de filmes recientes como el citado Quinuera, el corto Max Jutam o El corral y el viento. Como en estos últimos, su vuelta al lugar de origen obedece más a una pulsión individual que a un mandato colectivo.
El uso de la primera persona no deja de aportarle al relato un cariz poético y hasta romántico, que se alimenta, asimismo, de la mitología del Tinku y procura sintonizar con las imágenes de los paisajes naturales y humanos norpotosinos. El fantasma de la idealización exótica del otro se aproxima y a veces llega, pero, por fortuna, solo en la primera parte del relato. Porque es la segunda parte del documental, sus últimos 25 minutos, los que redimen a Carrasco y le afianzan en su búsqueda más genuina y atendible. Solo una vez que pasa el Tinku como tal, la realizadora se suelta y se abre para conducirnos por su viaje sentimental al pasado. Y no es que la primera parte de la película esté mal lograda, pues rebosa de imágenes y secuencias poderosas (el juego con agua de los niños, el contrapunto con el que nace la música de las Jula Julas o el mismo caos abigarrado de las peleas), sino que es en la segunda en la que En el murmullo del viento encuentra finalmente la música que ha estado buscando.
Para ser un documental musical o siquiera articulado en torno a la música del Tinku, el de Carrasco resulta en su primera parte extrañamente amarrete en su musicalización diegética. Es en la transición posterior al clímax festivo donde florece la música: un montaje emotivo entre un charanguista y el estruendo de la tormenta convocada por los cuerpos en combate da lugar al mejor tramo del documental. Hasta ese momento daría la impresión de que la propia directora ha venido librando su personal Tinku, del que sale airosa y ya insuflada de una nueva vida. En sintonía con el espíritu del filme, en sus últimos minutos es poseído por el espíritu del padre de la realizadora, un tramo que alcanza un clímax muy emotivo en una celebración nocturna de Carnaval, con llantos y aullidos incluidos por los seres queridos ya idos, que parecen reencarnarse en las melancólicas cuerdas metálicas de charangos y guitarrillas.
Así como Carrasco asume abiertamente su documental como un homenaje a su padre, mentiría yo si no reconociera que En el murmullo del viento me he reencontrado con mi propia infancia y mi memoria familiar y musical. Aunque no nací ni crecí en el campo, pertenezco a una familia que se crió con la música andina del Norte Potosí y del Sur cochabambino, de donde son mis padres. La cadencia pesada y triste de las Jula Julas es uno de los sonidos más persistentes de mi infancia musical, al igual que las tonadas pizpiretas ejecutadas con charangos y guitarrillas de cuerdas metálicas. Si la directora del filme halla a Sergio, su papá, a través de la música que los acunó en los primeros años de vida de ella; las Jula Julas y tonadas que surcan En el murmullo del viento me han reconciliado con esos paisajes sonoros que forjaron mi niñez y adolescencia y, a través de ellos, he vuelto a ver con más ternura que nostalgia los sueños ingenuamente locos y libertarios de mis “viejos”. Si el Tinku significa encuentro, el que gatilla este documental es el encuentro con la música con que nos arrullaron nuestros padres. No es poco y, al menos yo, lo agradezco.
* Periodista – [email protected]
Fuente: Opinion.com